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Thursday, February 21, 2008

Racismo en Arizona

Phoenix, Arizona.- El dinosaurio antediluviano del racismo —aparte de sobrevivir siglo tras siglo y generación tras generación— no cesa de carcomer las relaciones humanas, convirtiendo a individuos mortales en enemigos acérrimos en base a diferencias de todo tipo, pero en último caso, irrelevantes frente a la realidad de vida y lo inevitable de la muerte.

Todos nacemos mediante el mismo proceso, y tan pronto como vemos la luz del sol y respiramos el aire, comenzamos nuestra cuenta regresiva a nuestra cita —tarde o temprana— con la muerte. Que los filósofos y eruditos más brillantes sobre la faz de nuestra contaminada y calentada aldea global se encarguen de dilucidar acerca de esos grandes dilemas de la vida y de su fin. A nosotros, en la calle, en el trabajo y en cualquier otra avenida de la vida, la filosofía poco nos ayuda, poco nos defiende en el difícil navegar de las relaciones humanas. Poco, porque el racismo es un vetusto, destructivo —e indestructible— y contemporáneamente paleolítico dinosaurio.

En Arizona —como en muchas otras partes del planeta— ese dinosaurio es alimentado lo mismo por comunes ciudadanos como por ambiciosos políticos. Lo alimentan con el desprecio y el odio que sienten por personas que son diferentes a ellos. Lo nutren con su temor a ser la minoría y su miedo a aceptar que el color de piel es sólo un aspecto exterior que no tiene que ver nada con el talento ni con la inteligencia.

Pero lo mismo que lo alimentan y lo nutren, al racismo lo disfrazan con excusas de legalidad e ilegalidad. Lo camuflan con su disimulo y su tendencia a llamarle a las cosas malas buenas, es la prueba más fehaciente de su desprecio por otra razas. Los verdaderos dinosaurios se extinguieron de la superficie de la Tierra; el racismo no. Vive, se mueve, destruye y carcome con libertinaje en sociedades como las de Arizona, en donde la política en contra de seres humanos desposeídos y desterrados —sea por la miseria, por un desastre natural o por la persecución política— es la manera oficial encubrir la abominable cara del racismo.

En Arizona, los supremacistas blancos, neo-nazis y cabezas rapadas —con el respaldo descarado de senadores y otros funcionarios públicos de este estado— quieren a las malas, usando leyes injustas y supurando odio en tribunas públicas, diezmar la presencia de inmigrantes a quienes ven como una amenaza étnica en las tierras que sus ancestros arrebataron de México con la excusa de una guerra y por su ambición llamada destino manifiesto. Hoy, en Arizona, los políticos y grupos racistas han institucionalizado su odio en forma de leyes y ordenanzas que van en contra del indocumentado con la excusa de que no tiene papeles.

Por décadas, y más marcadamente en los años 50’s y 60’s, los racistas podridos en su odio negaban la entrada a las escuelas a los estudiantes de raza negra, después de que el gobierno federal había ordenado la de-segregación de las escuela públicas. Lo hacían no por que no fueran ciudadanos, sino por su piel negra. Hoy, la supuración racista perpetra la misma mentira y el mismo odio —si bien más sofisticado y más enmascarado— para prevenir que estudiantes que no nacieron pero que han estado la mayor parte de su vida en los Estados Unidos, continúen cursando estudios superiores con asistencia del gobierno para sus colegiaturas. Hoy, Arizona está infectada de odio, racismo y discriminación. La misma gata nomás que revolcada.

El racismo no está demarcado por ninguna frontera política; su veneno infecta en cada uno y todos los rincones de la tierra. No es exclusivo ni reservado a ciertas áreas del planeta. El racismo es humano. Se expresa en las emociones de hombres y mujeres que fueron educados culturalmente para odiar, pero también corre en la genética ancestral, transmitida como una enfermedad por quienes odiaron en tiempos pasados, y expresada hoy por sus retoños. Así ha sobrevivido el racismo. Ha sido de esa manera engendrado y cultivado. Así continua su estela destructora hoy, en sociedades racistas como las de Arizona.


Derechos Reservados por el autor ©2008
Fotografia de mujer racista pisoteando la bandera mexicana en Phoenix, Arizona por Eduardo Barraza

"Inmigrantes Somos, y en el Camino Andamos…"

Nada promisorio se perfila en el panorama de la situación migratoria de millones de personas que viven en los Estados Unidos sin papeles. El fin de año ha traído a estados como Arizona, por ejemplo, una avalancha de odio disfrazado de legalidad que está carcomiendo no sólo la economía estatal, sino las relaciones raciales y la confianza de los habitantes en sus autoridades.

Al golpear a grupos tan vulnerables como el de los inmigrantes indocumentados, Arizona se auto-lacera a si misma casi sin darse cuenta. O quizás sus habitantes —atrincherados en la ceguera de su obstinación— perciben el daño que se ocasionan como un ciego adivina su sendero: a tientas y a tropezones. Al final, una sociedad que cierra los ojos a su propia realidad, termina mintiéndose a sí misma y revolcándose en el lodo de su necedad y su ignorancia. ¿Qué viene después que el lodo se convierte en polvo? Volver a comenzar desde el punto cero.

En el alud del desprecio, el odio y la discriminación, el movimiento anti-inmigrante se convierte así en un terremoto que terminará por derrumbar las columnas de la estructura de su propio raciocinio. Alucinando con una sociedad sin trabajadores clandestinos, Arizona se erige como el Sansón bíblico, que ciego y en su último esfuerzo, matará su propia economía eliminando a sus odiados enemigos. Como Sansón, ¿habrá perdido sus ojos Arizona?

Ansiando un éxodo masivo de inmigrantes sin estatus legal, Arizona desvaría y se extravía. ¿Qué quedara en “Egipto” después que partan los hebreos? ¿Sobrevivirá la sociedad haciendo el trabajo que bajo el “yugo de los látigos” hicieron los “esclavos”? ¿Soportará la espalda del blanco la pizca de la cebolla? ¿Recogerá el anti-inmigrante sus propias cosechas, o se perderá el fruto de la tierra en los campos de cultivo desiertos?

La guerra en contra de seres humanos que ofrecen su sudor por un puñado de dólares es una guerra en contra de quienes la perpetran. El inmigrante es inmigrante, es caminante al fin de cuentas. Y si de emigrar se trata, él sabe caminar, buscar, arriesgar y prosperar. “¡El que es gallo donde quiera canta!” El inmigrante sobrevivirá en otro lugar sin la sociedad que lo desdeña. En cambio, aquellos que hacen la guerra sin ver que sus fusiles les apuntan a si mismos, ¿a dónde irán después que la sequía envenene su economía?

El caminante proseguirá su camino. Quizás regrese al pueblo, a la comarca o la ranchería; los caminos del sur ya los conoce. O tal vez, el inmigrante encamine sus pasos hacia el norte, al este o al oeste, en donde sus manos curtidas sean necesitadas, y el sudor de su frente valorado. “Inmigrantes somos y en el camino andamos.” Al fin que ya nos dimos cuenta que Arizona no es escalera al cielo, ni tierra de ángeles, ni quedan en ella piedras en dónde reposar el sueño. Si Arizona se quema, el caminante no se quedará a ser una estatua de azufre.

— “¡Vamonos, vamonos compa!”
— “¡Órale, arrendemos por el camino nuevo!”
— “¿Volverá algún día a Arizona, compa?”
— “Seguro que sí; ¡aquí nos vemos en la próxima pizca de la lechuga!”
— “Vamonos pues… ¡vamonos!”

Cuando el Ave Phoenix trate de levantarse de sus propias cenizas de nuevo, ahí estarán, como siempre han estado, las manos, los pies, la fuerza, el sudor y el corazón del inmigrante.